Elena Gómez Casero. El Soplo De Un Día

(Del 7 de noviembre al 3 de diciembre de 2013)

Reflejos de infancia

Pues ¿qué es pintar, sino abarcar con el arte la superficie de una fuente?

(Leon Battista Alberti:De Pictura, 1435-36)

DeLa República de Platón a La decadencia de la mentira de Oscar Wilde, de Las meninas de Velázquez a La Dama de Shanghái de Orson Welles, los reflejos en espejos y superficies pulidas han cautivado a cientos de pensadores, escritores y artistas a lo largo de la historia. Gran parte de su atractivo reside –como evidencian las palabras de Alberti– en su capacidad para evocar a la propia representación plástica. Pero su magnetismo no acaba ahí.

En la fotografía las imágenes reflejadas han sido también un motivo recurrente. Uno de los primeros en concederles protagonismo fue Eugène Atget, quien en su serie de escaparates de París logró sintetizar en una sola foto varias visiones de la ciudad (como paralelamente estaba ensayando Robert Delaunay en la pintura). Atget capturó asimismo con su cámara reflejos en estanques y ríos, dentro de una vertiente paisajista que más tarde desarrollarían fotógrafos como Albert Renger-Patzsch y Ansel Adams.

Con los años, sin embargo, los reflejos se convirtieron en un motivo esencialmente urbano. Así, por ejemplo, en 1930 el fotógrafo alemán Friedrich Seidenstücker aprovechó un charco de una calle de Berlín para ironizar sobre los apuros de un grupo de burgueses elegantemente ataviados. Si bien las fotos de Seidenstücker todavía parecen tener algo de preparado, dada la insistencia con que incidió en la misma acción, no ocurre lo mismo en Henri Cartier-Bresson. Su famosa Place de l’Europe (1932) inmortaliza la contingencia de una inundación junto a la estación de Saint Lazare y el salto improvisado de un transeúnte.

Los reflejos en los charcos continuaron atrayendo la mirada de fotógrafos tras la Segunda Guerra Mundial. En El retorno del barco, Central Park, Nueva York (1944) y en Nueva York (1967) André Kertész acentúa la fractura entre el espacio físico y el reflejado. Elliott Erwitt, por el contrario, incide en el individualismo de las urbes en Nueva York (1950), en la que solo se nos muestra un vaso de café derramado en la calle y las piernas de su antiguo propietario. Otro ejemplo paradigmático es Flecha y charco. Aparcamiento en Ashbourne (1974) del fotógrafo británico Paul Hill, donde una flecha de tráfico pintada sobre el asfalto apunta directamente a un pequeño charco aureolado por el reflejo del sol, como si nos indicase una vía de escape.

En la obra de Elena Gómez-Casero los reflejos constituyen también un leitmotiv constante. Los encontramos en sus fotografías de las playas del Cantábrico y del Mediterráneo, y en las dedicadas a las ondas que la lluvia y los guijarros crean sobre el agua. En la serie titulada El soplo de un día (2011-2013), que hoy expone en la Real Sociedad Fotográfica de Madrid, los reflejos son algo más que un mero recurso visual. Están dotados de espesor psicológico.

El motivo de partida es aparentemente sencillo: unos niños que juegan en el patio, tras una tormenta. Pero, en realidad, no vemos más que sus piernas recortadas por el encuadre, en un atrevido contrapicado que refuerza el ritmo excéntrico de la composición. El efecto es parecido al que encontramos en algunos gouaches de Degas como Bailarina basculando (1877-79). La similitud con el pintor francés no es casual, aunque quizá sí inconsciente. No en vano, al pintor francés remite en última instancia la coreografía muda que componen las gráciles piernas infantiles.

Más allá de referentes concretos, la serie muestra un esfuerzo evidente por parte de la autora de estructurar la imagen. Para lograrlo, Elena recurre a un formato cuadrado que enfatiza ejes y simetrías, y al blanco y negro, con una iluminación a contraluz que aplana las formas. Pero, ante todo, esa arquitectura visual se hace palpable en el protagonismo concedido a líneas y juntas del pavimento, a la textura rugosa y desgastada del suelo, y a objetos estáticos en su circularidad como el balón y el paraguas.

¿Y los reflejos? Su papel no es desdeñable. Son ellos los que dotan a las fotografías de su complejidad espacial y temporal. Minan la unidad del espacio perspectivo tradicional, lo horadan con pequeños vacíos que ponen en entredicho su continuidad, e introducen un espacio ficticio que se adhiere a la superficie del papel fotográfico. El resultado es un espacio ambiguo; plano y profundo al mismo tiempo.

Pero, ante todo, los reflejos de las fotografías de Elena abren el camino al tiempo mítico de la infancia. Nos liberan de la realidad presente –de ese suelo frío y áspero que recorre toda la serie–, y nos conducen al mundo de los juegos infantiles. La temporalidad se vuelve así densa y fecunda. Como en nuestros recuerdos, solo vemos fragmentos, imágenes periféricas, que sugieren una realidad olvidada.

A nosotros corresponde dar nombre y apellido a esas figuras de la infancia que nadie como Elena sabe evocar.

Juan Ángel López-Manzanares

Historiador del Arte

Sala de exposiciones de la Real Sociedad Fotográfica (Tres Peces, nº2 – Madrid)

Entrada libre. De lunes a viernes de 18:30 a 21:30 y sábados de 11:00 a 14:00

Comisariada por Ana María Martín Alvarez

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