Emilio Sánchez Martín. Exposición Antológica

(Del 8 de mayo al 3 de junio de 2014)

EMILIO SÁNCHEZ, CAZADOR DE LUCES.

La cámara se empequeñece cada vez más, cada vez está más dispuesta a fijar imágenes fugaces y secretas cuyo shock suspende en quien las contempla el mecanismo de asociación. En este momento debe intervenir la leyenda, que incorpora a la fotografía en la literaturización de todas las relaciones de la vida, y sin la cual toda construcción fotográfica se queda en aproximaciones.

Walther Benjamin. Pequeña historia de la fotografía. 1931.

 

Estaba amaneciendo. El río Orinoco desplazaba su enorme anatomía acuática con vigor sobrenatural, y la voz de los pájaros buscaba aguzar su presencia sobre el rugido sordo y sempiterno de cataratas no demasiado lejanas. Lentamente, una luz recién nacida iba haciendo explotar en la retina la prodigiosa vegetación de un paisaje construido a la medida de primigenios gigantes… Ensartado en  largas y diagonales sombras, todo aquello parecía desprenderse, forma tras forma, palabra tras palabra, de las inmortales pisadas que Alejo Carpentier había extraviado por aquellos mismos lugares, varias décadas antes.

Habíamos ido hasta aquel confín del mundo para que nuestros ojos releyeran Los pasos perdidos, la novela del escritor cubano, sobre la misma piel de la tierra que había visto surgir su literaria música. Las fotos de Emilio Sánchez iban a ser las encargadas de acumular en la memoria todas y cada una de las transfiguraciones visuales de aquel texto. Pero esa mañana, no. Emilio no prestaba atención a ninguna de las estruendosas maravillas naturales que nos rodeaban. Su ojo de cristal se concentraba en un pequeño charco, miserable y sucio, del que emergía un bejuco partido y sobre el que flotaba el resto de una hoja. Y, sin embargo, como ya dijo Walther Benjamin, en aquella foto ya estaba interviniendo la leyenda. Y el pequeño charco le echaba un pulso al Orinoco, la hoja demediada competía con la impenetrable cabellera vegetal de sus orillas, y el silencio hueco del junco lograba apaciguar los fragores de las cataratas. Esa, y no otra, es la magia de Emilio.

Emilio Sánchez es una especie de perpetuo flâneur. Una mirada que, amartillada como un revolver, pasea por el mundo como si no quisiera perder esa presa que aparece súbita en el rincón de un edificio, el ángulo de una escalera, la inmediatez de un gesto o la momentánea batuta de unas sombras capaces de orquestar relieve, texturas y volúmenes en una imaginaria economía de la ocupación del espacio.

Devoto del procedimiento fotográfico hasta en su misma cocina, de la tangibilidad del negativo y el papel baritado, Emilio Sánchez mantiene firme el decálogo fundacional de la fotografía, haciéndolo dialogar con la invención de las formas y los diversos sustratos de su compromiso con la realidad. La material y la imaginaria.

Así, crea lugares deshabitados para que los habitemos con nuestro pensamiento o con nuestra experiencia ética y estética. O los habita fugazmente para que nuestra inercia perceptiva reconstruya su antes y su después. O salta de la naturaleza al artificio con la misma agilidad que le permite edificar la magia de un bodegón con cuatro cachivaches o transformar en emotivo relicario una naturaleza casi inabarcable.

Nadie como él ha entendido la esencia de aquella poética de Vallecas que inventaron Alberto Sánchez y Benjamín Palencia. O ha sabido acercarse a sensibilidades tan diferentes a la suya como las de Romero de Torres o  Mateo Inurria.

A veces pienso que su interior está lleno de muelles, ruedas dentadas y diafragmas. Que basta que sus dedos se muevan o que sus párpados se cierren para oír el sonido de la cortinilla del obturador, el zumbido de las exposiciones largas, o el paso del rollo por la ventanilla. Pero cuando suelta los trastos del fotógrafo y empuña la pancarta reivindicativa, Emilio Sánchez nos demuestra esas otras regiones que configuran su potente humanidad, base fundamental e inexcusable de la envergadura de su condición de artista.

Jaime Brihuega

 

 

A Emilio Sánchez, conspicuo fotógrafo y leal amigo

Cuando uno se acerca por primera vez a Emilio, se encuentra con el castellano austero, de aparente semblante seco y distante que con el trato diario y en las distancias cortas se transforma en un comprometido y leal amigo, tremendamente generoso, honesto y dotado con ciertas dosis de un humor socarrón.

A Emilio, le tocó vivir la gris posguerra española en las frías tierras castellanas de Salamanca. Eran los años de aquella España uniformada. Uniformes con los que militares, taxistas, escolares, serenos, doncellas, toreros, doctores, barrenderos, porteros…….. marchábamosmarciales al toque de trompeta y catecismo que imponía la férrea disciplina nacionalcatólica, y que había arrasado como una ciclogénesis explosiva (como dicen ahora los modernos) el aire fresco y rejuvenecedor que había traído la República por estas tierras.

La institución libre de la enseñanza y sus misiones pedagógicas que acercó la cultura a los pueblos, abasteciéndolos de bibliotecas y música, transportando el arte dramático en carromatos, había cedido su sitio a los sables y las sotanas, los solideos y las estrellas. A la hora de la instrucción escolar, en las desnudas aulas, el todopoderoso se hacía escoltar por dos ladrones que nunca se arrepintieron de sus pecados.

A finales de los años cincuenta y primeros de los sesenta, el afán controlador del régimen impuso la obligatoriedad de formalizar un nuevo documento que se llamó “DNI” mediante el cual todo ciudadano debía quedar registrado. En las grandes ciudades surgieron los míticos fotomatones, estrechos habitáculos automatizados, con los que obtener las fotografías de carné de forma instantánea. Instalados, entre otros lugares, en los mercados, bocas de metro y puertas de los cines, abastecieron a la población de un retrato de aproximadamente nueve centímetros cuadrados  con el que poder llevar a cabo la obligatoria expedición del citado trámite.

La tarea se hizo más compleja en el ámbito rural, donde la precariedad y el subdesarrollo hicieron necesaria la contratación por parte de las autoridades locales, de los escasos fotógrafos comarcales, que previa publicitación por parte del pregonero de su presencia, se encargaron de la tarea de registrar fotográficamente a la población, con la finalidad de cumplimentar el trámite burocrático de la expedición del DNI. Y es en este menester cuando un joven Emilio acompañando a su padre en una motocicleta, cargados con una sábana blanca y una Rolleiflex, haciendo las labores de asistente, en el terreno y en el laboratorio, entró en contacto con el mundo de la fotografía.

Su padre, fue el Melquiades que le proporcionó los instrumentos y la sabiduría con los que Emilio, pasados los años, al igual que hiciera José Arcadio Buendía, se construyó un cuartito al fondo de su casa, donde pasaría largos tiempos para que nadie perturbara sus experimentos. Gran defensor de la cultura del esfuerzo, fue adquiriendo con los años un total dominio de la fotografía fotoquímica hasta conseguir unos resultados rotundos que hacen que sus copias en papel baritado sean perfectas. Dotadas de unos negros intensos y profundos, de un blanco puro y una amplia gama de grises sus trabajos no dejan indiferentes a quien los observa.

Alejado de las postales deslumbrantes propias de los “aprietabotones” persevera en el trabajo de series fotográficas que dan sentido y coherencia a sus fotografías. Por eso le encontraremos durante largas jornadas persiguiendo a fantasmagóricas figuras humanas que vagan por el Caixaforum, fantaseando y coqueteando con esbeltos y desnudos maniquíes femeninos, merodeando por la autogestionada tabacalera o perdido por la frondosa selva del Orinoco en busca del ilustre Alejo Carpentier.

Cruzado el ecuador, ante la adversidad de la salud, Emilio lejos de intimidarse, como ya hiciera en tiempos pretéritos durante la dictadura, presenta batalla y con renovada ilusión se abraza a la juventud del 15-M con la máxima de que un mundo mejor es posible.

Con las primeras y tenues luces del día, me pierdo por el cerro Almodóvar, esa pequeña y austera colina que se vislumbra a la entrada de Madrid y que le recuerda a la ciudad su definitivo carácter manchego. Me cruzo con el escultor Alberto Sánchez y el pintor Benjamín Palencia que afanosos buscan materiales terrenales que den sentido a sus creaciones artísticas. Un ligero viento del pueblo me musita al oído y la sombra de un inmortal Miguel Hernández me recuerda que “la vida de los hombres suele ser retorcida como las raíces de los tomillos, pero hay muy pocos que al final de esa lucha huelan tan profunda y limpiamente como éste ……..

                                   Miguel Ángel Sintes Puertas

Sala de exposiciones de la Real Sociedad Fotográfica (Tres Peces, nº2 – Madrid)

Entrada libre. De lunes a viernes de 18:30 a 21:30 y sábados de 11:00 a 14:00

Comisariada por Ana María Martín Alvarez

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